miércoles, 8 de diciembre de 2010

ARISTÓTELES: FÍSICA Y METAFÍSICA: LAS CAUSAS. EL SER Y SUS SIGNIFICADOS. LA SUSTANCIA. ACTO Y POTENCIA

La metafísica viene a ser en Aristóteles la ciencia del ser en cuanto ser y sus atributos esenciales. Aquí es donde Aristóteles va a mostrar su originalidad, pues no sólo va a tratar del ser en tanto que existente, sino también y, especialmente, en tanto que esencia, en terminología aristotélica, en tanto que “ousía “ o sustancia segunda.
En ese sentido, Aristóteles, a diferencia del Parménides, que predicaba el ser de manera, radicalmente unívoca, al concebirlo como algo pleno, sin alternativa lógica posible, o de Platón, que lo hacía de manera equívoca, al no conceder al mundo sensible más que apariencia de ser, va a defender que el ser se predica de manera análoga, puesto que de todo lo que existe, se puede afirmar que, en esencia, es algo, tiene una sustancialidad, un “quid” que lo define y determina, que le hace ser lo que es y no otra cosa distinta.
A partir de ahí, Aristóteles realiza un estudio tendente a determinar cuáles son las formas básicas de referirse a lo que existe y llega a la conclusión de que hay diez categorías fundamentales de “decir” lo existente. Serán las 10 categorías del ser, a saber, sustancia, cantidad, cualidad, lugar, tiempo, relación, posición, pertenencia, acción y pasión. Siempre que emitimos un juicio sobre algo, además de referirnos a su esencia, de forma más o menos explícita, nos veremos obligados a referirnos a ello en alguno de los sentidos apuntados: o bien deberemos adjudicarle, al menos, una cantidad o una cualidad o una ubicación espacial o una relación con algo distinto a lo que ello sea o una acción sobre algo o una pertenencia o una posición respecto a lo que le rodea o adjudicarle un lugar en el tiempo o contemplarlo como el sujeto paciente de alguna acción ajena.
Las categorías constituyen las formas más generales de describir lo que existe. Son los géneros supremos del ser, predicados que describen todas las características que se pueden adjudicar a cualquier sustancia para clasificarla y explicarla.

Esta sustancia segunda, esta ousía, que Aristóteles se dedica a categorizar, viene a ser, el quid, la determinación esencial de lo existente, lo que el de Estagira denomina “sustancia primera”. A diferencia de Platón, Aristóteles defenderá que la esencia, la ousía se encuentra íntimamente unida a la cosa sensible, particular y existente. Por ello, defenderá que es perfectamente posible elaborar un discurso científico de los seres físicos, ya que en ellos, y no fuera de ellos, se encuentra aquello que permanece, que define y determina y que es accesible sólo de manera intelectual. Así, establecerá que todo ser físico, ya sea natural o artificial, es un compuesto de materia y forma, siendo lo primero su aspecto sensible y material, fuente de toda individualización y accidentalidad, mientras que lo segundo constituye su dimensión inteligible, que lo identifica y permite incluirlo en una especie. Así, por ejemplo, si definimos al hombre como animal racional, la animalidad sería su dimensión material, que se puede constatar empíricamente y que tiene en común con el resto de los animales, mientras que la racionalidad sería aquello que sirve para identificarlo y distinguirlo como ser humano, como hombre y no como cualquier otro animal. Esa cualidad que universaliza al individuo sólo es accesible a través de un ejercicio de raciocinio, basado en la comparación y en la abstracción.
Su teoría hylemórfica se fundamenta en el hecho de que ambos componentes se encuentran asociados de tal manera que, en el mundo físico no resulta posible encontrar el uno sin el otro y le permite, además, ofrecer la primera explicación racional del cambio y el movimiento. Ya que la materialidad de una sustancia, al encerrar en sí, todas las características básicas del mundo sensible platónico, está siempre inmersa en el constante dinamismo característico del ámbito del devenir, en potencia de ser definida y actualizada por una forma, que propicie algo concreto (una entelequia) de esa materialidad y que permita ser identificado y adjudicado a alguna especie conocida.
De ahí que Aristóteles defina el movimiento como el paso de la potencia al acto, ya que cae en la cuenta de que la composición hylemórfica de las sustancias físicas, permite entender que todas ellas se caracterizan por su potencialidad para el cambio y el movimiento. Así, es perfectamente concebible que una bellota no sea una encina, pero pueda llegar a ser una encina, pues su “no ser encina” no hay que entenderlo de manera absoluta, como algo que ni es ni puede llegar a ser, única posibilidad que concedía el radicalismo de Parménides, sino de forma relativa, es decir, que aunque no sea, su composición hylemórfica le permite llegar a serlo.

Dado que nos encontramos en un mundo físico, en el que todas sus sustancias vienen ya, de alguna manera, determinadas por una forma que las identifica, y, por consiguiente, ya actualizadas, Aristóteles, concederá siempre primacía a la forma y al acto sobre la materia y la potencia respectivamente.

Una vez determinada la posibilidad del cambio y el movimiento, Aristóteles viene a analizar el movimiento en sí mismo, sus diferentes tipos y sus causas.

En todo movimiento deberá haber algo que permanezca, algo que cambie y algo nuevo que surja, es decir, una finalidad. Así, determinará dos tipos básicos de cambio: el sustancial y el accidental. En cuanto al sustancial, lo que en él se produce es la corrupción de una sustancia y la generación de otra nueva: por ejemplo cuando del árbol se hace leña. Es importante reparar aquí que la materialidad, la madera, sigue siendo el sustrato fundamental que impide pensar que una sustancia se corrompa hasta la nada ni que de la nada pueda surgir algún tipo de entidad. Por ello, podemos concluir que en todo cambio, lo que cambia es siempre la forma, no la materia, que actualizada por una u otra forma, siempre es el sustrato que permanece. En cuanto a los cambios accidentales, en los que la sustancia permanece intacta, tenemos el locativo, cuando la sustancia cambia de lugar, el cualitativo, cuando cambia algún accidente y el cuantitativo, cuando cambia alguna magnitud.

A continuación, Aristóteles investigará las causas del movimiento, dos intrínsecas, es decir, que vendrán determinadas por la composición hylemórfica de la sustancia, material y la formal, y dos extrínsecas, es decir, que afectan a la sustancia por razones ajenas a la misma, la eficiente y la final.

A partir de aquí, Aristóteles, en función de la composición hylemórfica de cada sustancia, determinará el puesto que cada ser físico tiende a ocupar en el cosmos. Al predominar en todos ellos alguno de los cuatro elementos fundamentales, tierra, agua, aire, fuego, y al poseer estos una cualidades propias, que les inculca un movimiento espontáneo, según el cual, la tierra tendería hacia abajo y el fuego hacia arriba, ocupando los espacios intermedios el agua y el aire, respectivamente, los seres físicos tenderían a ocupar el puesto que por naturaleza les correspondería en virtud de su composición material.

Aristóteles defenderá así que el Cosmos tiende a ser un ámbito pleno, perfecto y ordenado, en el que no hay lugar para el movimiento. Desde ese punto de vista, interpretará el movimiento como una tendencia natural de los seres físicos a plenificar su esencia, a conseguir su perfección, ocupando el puesto que por naturaleza les corresponde en el mundo. De ahí, que la causa elemental para explicar el movimiento en el mundo sea la final y que Aristóteles muestra esa concecpción teleológica, finalística de la naturaleza, en la que todo lo que ocurre tiene un sentido, busca una finalidad y ésta no es otra que la perfección y plenificación de la esencia. Pero aún quedaría una pregunta por plantear: ¿por qué? ¿Por qué en la physis existe esa tendencia natural hacia el orden y la perfección? Para explicarlo Aristóteles se ve obligado a postular la teoría del motor inmóvil. Vendría a ser la entidad perfecta, pura forma inteligible, acto puro, puro pensamiento que se plenifica pensándose a sí mismo, lo más cercano a la idea de Bien de Platón, que, al igual que ésta, se encuentra en un plano trascendente, es inmaterial, eterno y pleno. Ahora bien, la cuestión estriba ahora en cómo este acto puro, este motor inmóvil, inmaterial, es capaz de provocar el movimiento. Se trata del mismo problema que Platón se encontró al pretender relacionar el mundo inteligible con el sensible y que solucionó con la tesis de la participación o de la imitación. Aristóteles echará mano del eros, del amor. Se trata de un motor inmóvil porque, en tanto que perfecto, todo ser físico natural tiende a plenificar su esencia y a emular a este motor inmóvil, aspira a llegar a ser como él. Es, por tanto, de un objeto de deseo, que mueve por pura atracción erótica, “en cuanto que es amado”, sin necesidad de ejercer ningún tipo de influjo de orden material. Actúa como un horizonte de plenitud al que toda naturaleza aspira.

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