miércoles, 26 de enero de 2011

LA DUDA METÓDICA: LA PRIMERA VERDAD Y SU NATURALEZA


Tras haber determinado las reglas de su método y haberlo puesto en práctica en diferentes ramas del saber con óptimos resultados, Descartes se propuso aplicarlo a la filosofía, habiendo, eso sí, dejado transcurrir el tiempo necesario para adquirir la madurez precisa que la envergadura de la empresa requería, ya que consideraba que ésta era “las cosa más importante del mundo”.

Así, Descartes se propuso dar con esa certeza simple que se encontrase a la base de todo saber, ese dato radical del que no cupiese pensar que fuese falso. Para ello emprende un proceso basado en la duda metódica. Consiste en someter a todos sus conocimientos a la prueba de la duda, con el fin de averiguar cuál de ellos la resiste. Es una duda fingida, como un juego, en la que Descartes se pone en la tesitura de qué sucedería si se pusiese a dudar de todos aquellos conocimientos que él poseía. Se trata de dilucidar qué ocurriría si dicha hipótesis de trabajo se realizase de manera efectiva. Por ello nos encontraremos ante una duda hiperbólica, exagerada hasta el extremo, pero no reconoceremos en ella la extravagancia del escéptico, de aquél al que le asalta la duda y cae en una profunda crisis vital. La tarea es someter a duda todas y cada una de las ideas que posee para comprobar cuál de ellas podría superar la prueba, si es que se diese el caso.

Dada la complejidad del proceso, Descartes establece tres momentos básicos, que le permitirán someter a la prueba de la duda la totalidad de las ideas del pensamiento humano. Nosotros seguiremos aquí, por la razón que en su momento apuntaremos, la exposición que Descartes realiza de este proceso en su obra “Meditaciones Metafísicas” de 1641, en lugar de la que muestra en el “Discurso del Método”, de 1637.

En principio, cree que es perfectamente posible dudar de todas aquellas ideas que están configuradas a base de la información que recibimos a través de los sentidos. La razón es muy simple: con frecuencia comprobamos que esta información se encuentra viciada o falseada por múltiples circunstancias y que lo que creíamos haber percibido de una determinada manera, luego, se descubría de otra bien distinta.

A continuación, Descartes se plantea que, si bien esa información puede resultar equívoca, no lo es el hecho de que a algo se está refiriendo. Podremos dudar, por ejemplo, de si nos encontramos ante una persona cuyas características físicas no nos permiten enjuiciar con claridad si el perro que tenemos delante pertenece a una u otra raza, pero no resultará sencillo dudar que nos encontramos ante un perro cuya raza nos resulta difícil determinar. Para conseguirlo, para llegar a dudar de la sustancialidad de aquello que tenemos delante, de que las ideas que poseemos en nuestra mente representen algún tipo de realidad exterior, Descartes introduce la hipótesis del sueño: aunque resulta extraño, no es imposible pensar que lo que creemos que tenemos delante no posee más entidad que la que nuestro pensamiento le concede. Cuando soñamos, con frecuencia, sentimos las vivencias como si fueran absolutamente reales y sólo, al despertarnos, caemos en la cuenta de que éstas carecen de todo fundamento. Es así como Descartes llega a prescindir del mundo exterior, y propone que, aunque resulte un tanto exagerado, no es del todo descartable que nuestras ideas no representen realidad alguna, que sean sólo eso, meras ideas sin referencia alguna, que nuestra vida es como la del ciego que soñaba que veía.

Ahora bien, las ideas de carácter matemático y lógico, en tanto que no se refieren a realidad exterior alguna, podrán ser consideradas como verdaderas en tanto en cuanto se presenten a nuestro entendimiento como correctamente formuladas. El teorema de Pitágoras, la fórmula que permite hallar el área de un triángulo o cualquier otra idea del mismo orden parecen indubitables y deberían ser consideradas como válidas, y, por tanto, verdaderas. Sin embargo, Descartes realiza aquí todo un esfuerzo de radicalidad para acabar sometiendo también estas ideas a la criba de la duda. Introduce la hipótesis del genio maligno, de tal manera que, propone que podría haber un genio tan poderoso como el mismo Dios, que nos hiciese pensar que nuestros razonamientos matemáticos, geométricos, lógicos, son perfectamente correctos, cuando estos, sin embargo, no lo son. Para entenderlo debemos imaginar la mente de un hombre que esté manipulada por un pensamiento superior sin que él cobre conciencia de ello. Casos de este estilo, por ejemplo, podemos encontrar entre aquellas personas que se encuentran sometidas a la tiranía de una secta religiosa y que siguen ciegamente los dictados de un líder, que sólo busca enriquecerse a su costa. Por tanto, por extravagante que esta hipótesis del genio maligno pueda resultar, no debería resultarnos tan ajena y, probablemente, acontezca con más frecuencia de la que suponemos. Descartes, lo único que hace es radicalizarla de forma extrema.

En el Discurso del Método Descartes propone un proceso de la duda algo diferente. Coincidente en el primer momento, la desconfianza en la razón pasa a ser expuesta en segundo lugar y la explica como producto de un mal funcionamiento de la misma. Es obvio que en más de una ocasión nos equivocamos al razonar, por tanto, podemos pensar que nos equivocamos siempre. Sin embargo, si pensásemos en un ser capaz de razonar a la perfección, hoy en día una simple calculadora, por ejemplo, las ideas así alumbradas deberían ser verdaderas. Por ello, creemos que Descartes, cuatro años después corrigió el orden, pasando a ocupar un segundo momento la hipótesis del sueño y dejando como hipótesis más radical la del genio maligno. Esta hipótesis pone en tela de juicio el funcionamiento mismo de la razón y le permite concluir que cualquier idea que albergue en su mente puede resultar dubitable.
Ahora bien, es en ese mismo instante que llega a semejante conclusión cuando Descubre una idea de la que no encuentra forma de poder dudar, que resiste incluso a la hipótesis del genio maligno. El proceso mismo de la duda le lleva al descubrimiento de que lo que le resulta indubitable es el proceso mismo, la duda misma, la idea de que está dudando. Al contemplar el dudar como una de las formas en que el pensamiento se produce, nada le cuesta a Descartes concluir que, por falsas que pudieran ser todas y cada una de las ideas que su mente alumbra, la idea de que posee ideas falsas, la idea de que está sometiendo a duda dichas ideas, la idea, en definitiva, de que está pensando que esas ideas pueden no ser verdaderas, tiene que ser, ella misma, verdadera, pues de lo contrario, sería tanto como decir que piensa que no piensa, lo cual no le resulta posible. De ahí que enuncie su famoso “pienso, luego existo”, “cogito, ergo sum”, fórmula con la cual desea expresar que la idea del pensamiento, lo que denomina como “cogito”, es una idea verdadera, una idea que tiene que ser representante fiel de una realidad, la realidad del pensamiento, el pensamiento existe, aunque no exista nada más que él, aunque no exista nada de lo que el pensamiento piensa.

Se trata de esa certeza que es captada de forma inmediata por el entendimiento, intuida como evidente, clara y distinta y que cumple todos los condiciones formales exigidos en la primera regla del método, para ser considerada definitivamente verdadera. Es el punto de partida que Descartes andaba buscando con consistencia suficiente para edificar sobre él todo el ulterior edifico del saber.

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