lunes, 11 de abril de 2011

LOS APOLÍNEO Y LO DIONISIACO Y EL PROBLEMA DE SÓCRATES


En su obra de 1872 “El nacimiento de la tragedia” Friedrich Nietzsche intenta revolucionar la visión racionalista que se tenía del mundo griego en su época. Nietzsche afirma que no es la filosofía ni la política la cúspide de la cultura griega, sino que es la tragedia el fruto más maduro del mundo heleno. En la tragedia confluyen dos fuerzas que habían servido de inspiración a toda la producción griega: lo apolíneo y lo dionisíaco. Apolo, como dios del sueño, de la luz y del arte, representa perfectamente lo apolíneo. Esta fuerza que ha guiado a buena parte del arte griego antiguo, intenta plasmar la belleza serena del mundo y mantener al individuo al margen del flujo caótico del universo y de la existencia. Lo apolíneo es un principio sosegador y aquietador, y en las obras bajo el influjo de lo apolíneo nos sumergimos en la tranquila serenidad de la apariencia bella. En otras palabras, Apolo representa el principio de racionalización gracias al cual nos sustraemos del flujo salvaje de nuestras vidas, es el descanso luminoso de nuestras almas. Nietzsche lo asocia al sueño -que no a la pesadilla- en donde la realidad vaporosa y vagamente se nos presenta como cumplimiento de nuestros deseos. Frente a este impulso onírico y aquietador de la apolíneo, el filósofo alemán considera lo dionisiaco como una explosión de vitalidad salvaje, en la que desaparecen incluso los límites de la individualidad. Dionisos, dios del vino y del éxtasis, celebra la danza orgiástica de las bacantes, en las que el sujeto, arrebatado por el baile y la música, pierde la noción del yo y se funde en la vorágine vital que es la esencia del mundo (este concepto está estrechamente relacionado con la idea schopenahaueriana de “voluntad”). Lo apolíneo y dionisíaco son, pues, modos diferentes de entender la experiencia vital, en pugna, pero complementarios. La tragedia de Esquilo y Sófocles, no la de Eurípides, aunaron correctamente estos dos impulsos sin anular la fuerza de ninguno de ellos. Fue con Sócrates con quien llegó la degeneración del ideal heleno. Con él murió la tragedia y el espíritu de la Grecia clásica. El poeta Eurípides fue el ejecutor del ideario socrático y Platón su más eficaz difusor. Sócrates pretende convertir en inteligible todo lo real, intelectualiza la pregunta sobre la virtud, sobre el sentido de la vida y, en definitiva, la pregunta sobre la vida misma. El socratismo estético, tan bien representado por Platón, afirma que “solo lo que puede ser entendido es bello”, disocia lo instintivo del arte y busca un arte útil, didáctico, es decir, con moraleja. Sócrates es para Nietzsche el mensajero de la decadencia y lo opone a lo dionisíaco, pues mientras que Dionisos afirma la vida en su radical belleza y en su radical crueldad, Sócrates solo cree en la vida inteligible negando todo lo demás, negando, para Nietzsche, la vida misma. Mientras que lo apolíneo pugnaba con lo dionisíaco, Nietsche lo admitía, ya que asumía que la belleza aquietadora era una creación efímera, aparente, un divino juego de nuestra imaginación. Sin embargo, el socratismo pervierte el espíritu de Apolo en el momento en el que cree que la hermosa ilusión apolínea de orden y estabilidad es lo único real, negándole al flujo vital su realidad y aborreciendo a Dionisos y, por lo tanto, a lo esencial de la vida misma

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