lunes, 11 de abril de 2011

LA GENEALOGÍA DE LA MORAL: MORAL DE ESCLAVOS Y MORAL DE SEÑORES


En 1886 Nietzsche publica “Más allá del Bien y del Mal” y en 1987 “Genealogía de la moral”. En estas obras utilizará un método genealógico a través del cual llevará a cabo un análisis de cómo surgieron los conceptos morales y cómo se impusieron como valores aceptados por todos a partir de la fuerza del grupo social que los propone. Pretende demostrar que, tras los valores morales, se encuentra la voluntad de poder, que es la que en definitiva, los erige. Tras cada valor moral se oculta una voluntad de dominio y posesión. Y esto funciona de manera particular en los valores morales forjados por el cristianismo, que los concibe como un decadente producto del resentimiento. Según el análisis de Nietzsche, el término “bueno” era, originalmente, aplicado al noble, al aristócrata, al poderoso, al fuerte, al que resultaba victorioso en los combates, en definitiva, al héroe, que todos aclamaban. Por el contrario, el término “malo” se aplicaba al débil, al cobarde, al hombre vulgar, a aquél que ni destacaba ni tenía aspiración alguna a destacar, el hombre gregario, sumiso y conformista, que se sometía, en tanto que reconocía de forma natural, al poderío del fuerte. Ahora bien, la metafísica platónica, institucionalizó como verdadero aquello que para Nietzsche es lo más lejano a la verdad, la gran mentira, a saber, el ser parmenídeo, ese ser fijo, estable, inmutable y eterno, que por definición, no es susceptible de sufrir cambio alguno. De forma simultánea, en el ámbito de la moral se produjo una inversión análoga, que acabará por considerar bueno todo lo que en su origen era malo y malo todo lo que en su día fue bueno. Nos encontramos así ante dos formas opuestas de valorar. La originaria de la moral de los señores y la decadente moral de los esclavos. La primera se trata de una moral activa, genuina, creadora de valores. Una moral que defiende un tipo de vida autónomo, confiado, autosuficiente, que encuentra la felicidad en sí mismo y desprecia la opinión de los demás. Sólo el fuerte es capaz de estar a la altura de estos valores morales, de asumir la auténtica realidad de la vida tal y como es en sí misma, sin sentir la necesidad de refugiarse en un mundo idílico e inexistente, para poder soportar el dolor que conlleva semejante actitud vital. La segunda, la moral de los esclavos, será pasiva, decadente, incapaz de generar valor alguno, pues acepta sumisamente los que ante sí se encuentra. Se trata de la forma de valorar propia del débil, del cobarde, del esclavo, que transido de resentimiento, al no poder situarse a la altura del fuerte, proclama la inversión de los valores, con el fin de dar salida a su propia voluntad de poder. Es una moral gregaria, utilitarista, que se opone a la vida, contra natura, asentada filosóficamente en esa tradición metafísica que inauguró Platón, cuyo mundo de las ideas servirá de fuente de inspiración a los cristianos. “La vida acaba donde comienza el reino de Dios”, dirá Nietzsche. Pues bien, la historia de la cultura occidental, como hemos dicho, es para Nietzsche la paulatina inversión de los valores llevada a cabo por el judaísmo y el cristianismo. Así, el débil, el enfermo, el pobre, en cobarde se va convirtiendo en el hombre bueno, en el hombre amado por Dios. De lo que se trata, realmente, es de una auténtica rebelión de los débiles, que no pudiendo asumir los valores morales aristocráticos, establecen una ley moral que prescinde de las diferencias entre los individuos y prohíbe a todos gozar de la libre expansión de la voluntad de poder. Es un canto a la renuncia, al ascetismo, que fomenta el odio contra todo aquello que predique el disfrute de la auténtica vida, de la superioridad. Serán los pastores, los sacerdotes, los más débiles entre los débiles, los que más odio y mayor resentimiento han engendrado, los que, paradójicamente, se alzarán como líderes, los que conseguirán, de esta enrevesada manera, imponer su ley y alimentar así su voluntad de poder. Todo ello conducirá a la sociedad occidental a la mediocridad, al hastío, al aburrimiento a un aniquilamiento de la voluntad de poder; a la más absoluta de las mansedumbres, a dejarse conducir, guiar, mandar y a asumir de buen grado su condición de animal de rebaño. En definitiva, al nihilismo. Los ideales democráticos, el socialismo, el ideal de progreso ilustrado, al margen de Dios, no serán más que diferentes formas en las que este nihilismo, que invade el espíritu de la sociedad occidental, se manifiesta.

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