lunes, 14 de febrero de 2011

CRÍTICA DE LA IDEA DE SUSTANCIA Y DE LA CAUSALIDAD


La teoría del conocimiento de Hume le abocó a poner en tela de juicio el valor cognoscitivo de conceptos fundamentales hasta ese momento en la metafísica tradicional, como son los de “causa” o “sustancia.

En cuanto al principio de causalidad, cuya enunciación podría ser “todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su existencia”, el pensador escocés somete a consideración la naturaleza de dicho juicio. En principio, queda claro para él que no se trata de una relación de ideas, puesto que de la simple contemplación de la causa no puede deducirse el efecto. Se trata de ideas que no se encuentran ligadas por relación de necesidad alguna y resulta perfectamente concebible la una sin la otra.

Ahora bien, según Hume, el principio de causalidad tampoco puede ser considerado una cuestión de hecho. Cierto es que entre el fenómeno “causa” y el fenómeno “efecto” existe una contigüidad en el espacio, una sucesión temporal y una inquebrantable regularidad. Sin embargo, la causalidad, tal y como es propuesta por principio, establece que necesariamente el efecto debe suceder a la causa. Es postulado con la misma necesariedad que una relación de ideas, y esto es lo que Hume no acepta. La experiencia acredita que hay una sucesión espacio-temporal y regular entre el fenómeno “causa” y el fenómeno “efecto”, pero en ningún caso se tiene experiencia de esa necesariedad con la que el principio se forumula.
Esta, procede, según Hume, de la forma con que la naturaleza humana se apropia de la experiencia: el hombre tiende a creer que existe neciesariedad allí donde se ha habituado a contemplar dos fenómenos tan unidos como lo son los denominados causa y efecto.
El hábito, es decir, la costumbre adquirida por la experiencia de esa sucesión regular es la que conduce al ser humano a establecer la creencia de que se encuentran unidos por una ligazón necesaria, al estilo del que impera en las ciencias formales.
Creencia y hábito son los dos mecanismos psicológicos a los que apela Hume para explicar la supuesta necesariedad que rige el principio de causalidad.
Pero esta explicación conlleva que la validez objetiva del principio de causalidad quede reducida a una mera sensación de reflexión, absolutamente subjetiva.
Se trata, en definitiva, de una devaluación epistemológica de dicho principio, tradicional fundamento de todo discurso científico de carecer empírico.
Consecuencia inevitable será que las ciencias empíricas no se encuentren ya en condiciones de emitir juicios universales y necesarios, no podrán trascender el ámbito de la contingencia y la particularidad. Las ciencias que tratan sobre hechos, como la Física, no nos podrán ofrecer ya una demostración rigurosa y necesaria de sus proposiciones, sino únicamente un argumento probable. En términos platónicos, podríamos afirmar que la episteme queda rebajada, por mor de la teoría del conocimiento que postula Hume, a una doxa ajustada, y eso, en el mejor de los casos.

En cuanto a la idea de sustancia, ya sea ésta concebida de forma tradicional, como aquello que subsiste por sí mismo, ya como un simple sustrato de multiplicidad de cualidades, Hume se muestra también igualmente crítico. Si nos empeñamos en atenernos con absoluta rigurosidad a aquello de lo que tenemos estrictamente experiencia, en modo alguno conoceremos ese sustrato sustancial; sólo podremos certificar la existencia de las diferentes cualidades captadas, pero nunca de nada que sirva de base a tales cualidades ni mucho menos de nada que subsista por sí mismo de manera necesaria. Consecuentemente, para Hume, el concepto de “sustancia”, otro pilar fundamental del discurso científico, carece de valor gnoseológico. Gracias a la función que la memoria y la imaginación ejercen en el proceso del conocimiento humano, acabamos suponiendo que tiene que existir algo sustancial, pero carecemos de legitimidad suficiente para firmar de forma taxativa que algo así exista. Esto es tanto como afirmar que no podemos estar seguros de que exista un mundo exterior sustancial y dado que la única forma de existencia que en el siglo XVIII se conoce es la sustancial, lo que Hume viene a poner en tela de juicio es el fundamento mismo de la res extensa cartesiana, condenándonos al fenomenismo.

Una ampliación especialmente problemática de la crítica al concepto de sustancia acontece cuando Hume se plantea el valor gnoseológico del concepto “alma”, “yo pensante”, sustancializado por Descartes, o, simplemnte, cuando se plantea el problema de la identidad personal: ¿en qué reside, en qué se basa semejante sensación de identidad personal? Según Hume, todo lo que puede certificarse es la existencia de sucesivos estados de conciencia, de un haz de percepciones, de una colección de impresiones, las cuales se encuentran en un perpetuo fluir. En modo alguno se tiene la experiencia de nada que permanezca y que pudiese servir de base a una idea como la de “alma” o “yo pensante”. En nada podemos fijar nuestra sensación de identidad personal. Procede ésta de la memoria, es decir, de un mecanismo interno propio de nuestra forma de percibir la realidad, pero carecemos del más mínimo derecho a afirmar de manera taxativa que en la realidad exterior existe algo que fundamente la idea de conciencia, yo pensante, res cogitans, alma o identidad personal.
Siguiendo estos mismos criterios empiristas, la idea de Dios carecerá del más elemental valor de conocimiento, pues no puede fundamentarse en impresión alguna. Para Hume, todos los intentos realizados por demostrar la existencia de Dios, bien hayan sido, en terminología tomista, “propter quid” o “quia”, son vanos y sus conclusiones ilegítimas. De todas formas, Hume admite también que no es posible demostrar su no existencia, por lo que su postura al respecto es agnóstica. En cualquier caso, con la crítica la idea de res infinita cartesiana, Hume se desmarca de cualquier tipo de aspiración metafísica.

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